
Él seguía sumido en su propio pensamiento, con la vista fija en los carteles que pasaban como un torbellino de imágenes que quieren vendernos infinidad de cosas tan superfluas, tan innecesarias y que sin embargo a veces anhelamos tanto. Tanto como anhelaba en ese momento ella decirle algo a él. ¿Pero podía simplemente romper ese pacto tácito que la rutina y la costumbre les había hecho adoptar? Y ahora miraba el pasado y trataba de encontrar en que momento había empezado. ¿En qué momento se habían sentado a comer y no habían pronunciado una sola palabra, por primera vez? Quizás solo un “¿te sirvo mas?” ¿En qué momento habían dejado de besarse? ¿En qué momento habían perdido la risa a carcajadas, la caricia, el desayuno en la cama, las flores sin razón, las manos entrelazadas cuando caminaban de vuelta del cine? Y ahora sentía que era tarde para recuperarlo. Si abría la boca para decir una sola cosa, no iba a poder contenerse, iba a tener que confesarle que aunque se acostara con él cada noche, lo extrañaba. Iba a tener que decirle que se arrepentía de haber entrado en el juego de no darle si no recibía, de no cuidarse para cuidarlo, de haberse refugiado en sus hijos para no sentirse sola mientras el se refugiaba en la oficina. ¿Y por qué? ¿Acaso el amor también envejece? ¡Si lo amaba tanto como el primer día! Pero él no se inmutaba y ella tenía que esconder sus ojos húmedos por la indiferencia y la sensación de soledad. Los ojos húmedos ante la sola idea de poner las cartas sobre la mesa y que él abandonara el juego. Aunque solo fuera una sombra de aquel hombre que la había deslumbrado, ella había aprendido a amar sus defectos, y lo amaba más aún por ellos. Y otra vez se preguntaba ¿qué pensaría él? ¿Qué defectos de ella le molestarían más? ¿La amaría aún? Ahora estaban de pie, él había tocado el timbre, la siguiente era su parada y yo no podía quitarles los ojos de encima. No dejé de mirarlos ni aún cuando el colectivo frenó violentamente haciendo que todos nos desestabilizáramos, y entre malabares para mantenerme en mi lugar pude ver, como si el tiempo se hubiera puesto en cámara lenta, el momento en que ella empezó a caerse, sus manos desesperadas tratando de alcanzar algo de donde agarrarse y su cara de resignación ante la inevitable caída, y a la vez, la mano venosa y firme, que milimétricamente certera y eficaz, como un felino al acecho, la alcanzó en el momento preciso y la sostuvo, sin voltear la cara un instante.
Cuando el colectivo se detuvo, mientras las puertas se abrían y la gente murmuraba cosas sobre la madre del conductor, ella le sonrió y él con la vista siempre al frente, le devolvió la sonrisa.
Se bajaron y no los vi más. La pena que había sentido por ella se alivió. El siempre había estado mirándola, él no le había quitado la vista de encima, sólo se había enmascarado en el reojo, temiendo enfrentar su mirada y no encontrar en ella la devoción que en otro tiempo le profesara. Los dos temían lo mismo y ahora con una sonrisa y en lo trivial de la situación tenían una nueva oportunidad de hablarse a los ojos.
A mí, para variar, se me había pasado la parada.
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